ANTÓN DÍEZ

“Restos de batallas” Del 19 de marzo a 14 de abril de 2018

Grupo con sombra. Hierro, 9 x 33 x 34 cm

Monumento. Collage, 38 x 45 cm

Huida. Mármol, cemento y yeso. 13 x 33 x 53 cm

Antón Díez nació en Villablino (León), en 1941. Colaboró en la fundación de la revista de poesía y crítica literaria Claraboya. Diseñó e ilustró publicaciones y libros (Luis Mateo Díez, Eleuterio Pardo, Florentino Agustín Díez… ) o la colección de escritores leoneses Los libros de Candamia (Luis Mateo Díez, Elena de Santiago, J. M. Merino, Juan Aparicio, Julio Llamazares, Antonio Colinas, Antonio Pereira y Victoriano Cremer). Terminó sus estudios de Bellas Artes en la Escuela de San Fernando de Madrid en 1967. En 1969 formó parte, en León, del “Grupo Jamúz”: trabajos experimentales de alfarería, barro cocido. Ha realizado grabados, cerámica, esculturas en hierro fundido y madera, murales cerámicos y a la encaústica.

Desde 1974 realiza exposiciones individuales en Madrid (galerías Arte Horizonte, Aldaba, Balboa, Agapito Fernández y Galería Orfila, en 2010), León (Fundación Sierra Pambley de Villablino), Cuenca (La Escalera), Barcelona (Nova), Mataró (Cap Gros), Denia (Montgó), Alicante (Maliarka) y Santiago de Chile (Museo Salvador Allende).

En 1979 se inauguró en Villarreal de los Infantes (Castellón) una gran escultura (seis metros de altura) de hierro policromado, material que utiliza con frecuencia. Sus trabajos recientes se recogen en las series Retrato de hombre corriente, Inventario, La piel deshabitada e Inventario de insectos, expuestas en varias ciudades. En 2007 ejecutó un mural en soporte digital de ochenta y seis metros cuadrados, que junto a esculturas de gran formato, urnas y relieves medios se situó en el edificio de las Cortes Valencianas. En 2011 realiza el libro de arte “Guardian de Ruinas”, con textos de Luis Mateo Díez.

ANTÓN DÍEZ. FORMAS Y FORMACIONES.

Las primeras formas provenían del papel.

Lo que Antón pudiera hacer con las manos necesitaba de una tijeras y, en seguida, más allá de los recortables, frecuentemente soldados en formación y a tiro de tirachinas, el papel tomaba forma urbana: ciudades de papel y cartón con bombillas de pilas, extrarradios de desvanes polvorientos y otras materias olvidadas, algunas de inquietantes brillos submarinos.

La tropa jamás lograba desfilar por esas calles donde Antón colocaba como trampas otros materiales ferruginosos, molduras, maderas, pedazos de mármol y antracitas. Antón se había librado de la mili y no quería saber nada del mando militar, su reemplazo se había pasado de rosca sin arruinarle la vida, aunque ya las ruinas formaban parte de su imaginación.

El mundo era plásticamente una ruina.

Restos, desperdicios, escombreras y un tren minero, que también cruzó la ciudad de papel, con su cargamento de pizarras y piritas.

La formación trocó su configuración formal y en el orden de las cosas y las materias que le interesaban a Antón comenzaron a asomar los caballeros, más o menos andandantes, y algunas patrullas perdidas que llegaban de un frente de balas y casquillos, de parapetos y herrumbres.

La idea moral del artista, que no venía a cuento porque Antón detestaba las moralidades y se conformaba con materia estricta, ya muy perfilada entre el papel, el cartón, la madera, el hierro, el mármol, los cantos rodados y los de sirena, se ajustó a la metáfora del guardián de ruinas.

El artista guardaba lo que encontraba, los hallazgos impredecibles, lo que veía en las paredes o en las playas, pedazos, cachos, alambres y lo que las bolas de migas de pan le daban a entender cuandso se le escurrían por los agujeros de los bolsillos de los pantalones.

El artista modelaba y moldeaba migas de pan, seres abismales o de ultratumba, patrulleros, mesas y masas, arácnidos y bichos sin denominación de origen.

El guardián siempre cumplió en su garita, nadie tenía que transmitirle órdenes o mensajes.

La orden del día la dictaba su imaginación y sus sueños, ya de niño había sido sonámbulo y hasta había saldio de casa y sin despertar saludaba a la gente y tomaba apuntes del natural.

Nada que no sea la materia prima interesa al artista, su materia prima, la que en sus manos primigenias tuvo el tacto formal y la formalidad de los objetos imaginarios.

Cuando alguien le preguntaba que qué materia era esa, Antón ni corto ni perezoso respondía: la realidad primaria de la que están hechas las cosas y, en su segunda acepción: la realidad espacial y perceptible por los sentidos que, con la energía, constituye el mundo físico, y se quedaba tan pancho.

El artista nunca renegó del artesano.

Fue mucho más allá: hizo el aprendizaje de artesano, emuló las manos sagradas y ancestrales, moduló la materia desde esa sabiduría que está en el orden de las cosas, dejó que su mundo creador fluyera con la naturalidad de las invenciones naturales.

Luis Mateo Díez