VICENTE VERDÚ

Del 23 de mayo al 14 de junio de 2016

S. T. Óleo y acrílico sobre lienzo, 170×120 cm.

S.T. Acrílico sobre lienzo, 120×120 cm.

Lencería. Acrílico sobre lienzo, 110×110 cm.

Láudano. Óleo y acrílico sobre lienzo, 120×120 cm

Vicente Verdú nació en Elche (Alicante) y hasta hace unos quince años fue reconocido, sobre todo, como escritor y periodista. Ha obtenido los premios más importantes tanto en una como en otra actividad. Por ejemplo el Anagrama, el Espasa de Ensayo el Temas de Hoy para sus libros, y el Miguel Delibes, el Julio Camba o el González Ruano por sus artículos. Ha publicado una treintena de libros entre ensayo y narrativa y con la pintura ha realizado una veintena de exposiciones en varias ciudades de España, notablemente en Madrid, Barcelona o en la Comunidad Valenciana; y también en Ginebra, Cremona, Mónaco, Génova, Niza, Bruselas, Macao, Shangay, Insbruck, Hong Konk, Miami o Pekín. Desde catedráticos de arte, coleccionistas suizos y alemanes, hasta representantes del IVAM o Norman Foster han adquirido cuadros suyos. Recientemente ha sido nominado finalista del 51 Premio Reina Sofía de Pintura y expuesto durante un mes en el privilegiado espacio de Casa de Vacas en el Retiro de Madrid.

La indagación del artista, para que lo sea en su total significado, y más en los tiempos de la modernidad, constituye de por sí un icono, una resistencia hacia aquello que es convención. Crear, pensar, es viajar al centro de la pregunta, comprender, por decirlo en términos heideggerianos, que la obra de arte no ocupa un espacio determinado, sino que ella misma obedece a una confluencia de direcciones, todas coincidentes en un punto, en un lugar. Cada vez más, las auténticas creaciones plásticas escapan al sentido tradicional de lo que, desde Kant y hasta no hace tantas décadas, se ha entendido por estética; huyen de la opresiva aspiración utópica que las ha acompañado durante siglos. Boris Groys se ha referido, en el momento de analizar un cuadro o una escultura, a la necesidad, sin duda perentoria, de afrontar lo que ha definido como una nueva “redistribución de lo sensible” y, sobre todo, de propiciar, o quizá mejor sería decir provocar, una forma distinta de mirar, tanto en quien ejecuta la obra como en aquel que la contempla.

La pintura de Vicente Verdú responde, y de manera nada tímida ni ambigua, a esa genealogía de obras que reflejan esta “redistribución” novedosa y que muestran, precisamente por ello, una diferente noción de orden no sólo espacial sino también mental. Su pintura es un rastrear posibilidades, un aparente pacto con el azar, un ampliar el lenguaje que nombra y pinta de otro modo las cosas, los términos del mundo; pide del espectador que abandone su discurso visual -y por qué no, también verbal – para adentrarse en un territorio donde el pensamiento es refractario a todo material que esté entregado a la lógica. Porque la suya es una pintura que anticipa o predice una lengua, y con ello dispone, a quien contempla o escruta las imágenes, otro escenario ajeno a toda subordinación estética, alejado de la politización a la que ha sido sometido el arte con el solo propósito de satisfacer a un público cada vez más autocomplaciente. Ante una propuesta como la de Vicente Verdú se debe abandonar los laberintos de la identidad, que es tanto como decir liberarse de la convención, zafarse del curso limitador de la Historia, tal como lo entendió Alexander Kojève. Únicamente así se es capaz de entender y asimilar cuanto no procede de un dogma.

Este buscar “novedoso”, esta incesante mudanza que ofrece provisionalidad a las formas, son enseñas en la pintura de Verdú, destinada, se diría, a un continuo proceso de descomposición y recomposición, cuyo fruto es la ágil movilidad de los elementos, un ir y venir de trazos y colores que genera espacios en la mente del espectador, armonías nada comunes, originadas no en la afinidad y coincidencia, sino, bien al contrario, como resultado de la tensión de los opuestos, al modo con que Heráclito formuló lo armónico. El decidido tratamiento del color, los espacios de silencio generados entre las formas, la repetición deliberada de motivos, proponen una apuesta, una agitación en nuestra visualidad tan acostumbrada a no cuestionar los cánones. Y lo hace sin renunciar a la enérgeia ni al vitalismo, ni a la alegría de la sensualidad cromática, en desacuerdo con la oleada nihilista que rompe en el ideario moderno. Bien podrían sonar en la pintura de Verdú los compases de Atmosphères, de György Ligeti, o aquellas líneas para violoncelo y piano que Morton Feldman tituló Patterns in a Chromatic Fields, donde una correlación de fuerzas, a veces imperceptible, hace posible, como lo es en esta pintura, el equilibrio de no se sabe qué mundo inaugural.

Ramón Andrés
Ensayista, pensador y poeta.