GOLIARTE, ANTONIO LEYVA SANJUAN: “TRASFONDOS”. ARTE Y ALQUIMIA EN LA PINTURA DE MARÍA LUISA ALONSO.
Han venido sucediéndose, de un tiempo a esta parte, varias exposiciones que abordan las relaciones entre arte y esoterismo, tanto de nuevos creadores que incorporan este acervo simbólico, esencialmente heterodoxo y perteneciente a una cultura marginal, toda vez que situado en los limbos de la creencia y la superstición -una reacción compensatoria, acaso, frente a los estragos que la razón práctica infringe al mundo de la imaginación -, como otras que, por primera vez, han mostrado esa imbricación en algunos de los más destacados vanguardistas del siglo XX y que había sido menospreciada o directamente censurada por la historiografía, hasta ahora, en tanto un asunto tangencial que incumbía tan sólo a la esfera privada o personal de estos artistas; una mera anécdota poco digna de consideración o, aún peor, que podía suscitar lamentables confusiones y malentendidos, cara a abordar la cuestión de la autonomía del arte, una de las categorías centrales de la modernidad. Controversia que se hace aún más patente en relación a los orígenes de la abstracción, vale decir: el arte autónomo por excelencia, por cuanto su mismo arranque y formulación no puede entenderse sin la influencia que la teosofía y el espiritismo ejerció sobre sus principales artífices: Kandinsky, Mondrian, Kupka, Malevich… Incluso, recientemente, se supo la hora de su adelanto, el último tercio del siglo XIX, cuando se dieron a conocer los “dibujos automáticos” de Hilma af Klint, resultado de sus sesiones espiritistas, los cuales abundaban en ese vínculo originario, bien que hasta hace nada desdeñado (1). El principio formalista como método de valoración de la obra de arte, específicamente contemporánea, al margen de sus contenidos, parecía haber encontrado en la ausencia de representación del arte abstracto uno de sus principales y más incuestionables argumentos, haciendo caso omiso del deseo expreso de quienes lo concibieron en cuanto que era, justamente, la representación de lo irrepresentable, lo espiritual, el principal ‘leit motiv’ de su creación. En realidad, el aspecto “hermético” de sus obras abstractas respondía a una pretensión esotérica y, por tanto, simbólica más que puramente estética, en términos semejantes a los que planteara Jung: El símbolo es siempre un reproche constante a nuestra capacidad de comprensión y empatía. Seguramente por ello ocurre que la obra simbólica estimula más o, por decirlo así, penetra más en nosotros y rara vez nos permite disfrutar de un placer meramente estético, mientras que la obra manifiestamente no simbólica se dirige más directamente a la sensibilidad estética al permitirnos una visión armoniosa de la perfección.
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